Errores
de padres en su afán por que sus hijos lean
¿Por qué a muchos niños no les gusta leer? Quizá toda
la culpa no la tengan la televisión y las consolas.
«Haced lo que queráis, porque de todas maneras lo haréis mal», decía
Sigmund Freud a las madres. Quizá fuera demasiado extremo, pero lo cierto es
que con toda la buena voluntad del mundo, a veces los padres se equivocan.
Todos querrían ver a sus hijos devorando libros y disfrutando
al leer mientras aprenden sobre mil y un asuntos, pero en su empeño por
fomentar la lectura, el tiro les sale por la culata. ¿Qué falla?
No «hay que leer». Ya lo decía el
escritor francés y profesor de literatura Daniel Pennac
en el ensayo «Como una novela» con el que lleva abriendo la mente a muchos
padres y educadores desde hace 20 años: el verbo leer, como el amar o el soñar,
«no soporta el imperativo». Leer es un derecho, no un deber. Es inútil obligar
a leer y además resulta contraproducente porque no se transmite una afición por
la fuerza.
No se contagia un «virus» que no se tiene.
Si los padres no leen o sus hijos no les ven leer, difícilmente podrán
convencerles de que se lo van a pasar bien leyendo. Las personas a las que les
gusta leer normalmente han tenido algún familiar que les ha transmitido la
pasión por los libros. La falta de tiempo no es excusa porque cuando algo
realmente se quiere, se busca el tiempo, insiste Pennac.
La lectura, no siempre en soledad.
Leer a un niño «es una práctica fundamental, tal vez la más importante y eficaz
sobre todo con los niños que tienen dificultades para leer y les cuesta un gran
esfuerzo», señala el maestro, licenciado en Historia y logopeda Pablo
Pascual Sorribas. Al escuchar a sus padres, comprenden mejor el mensaje y
disfrutan con la historia.
¿...y por qué en silencio? «¡Extraña
desaparición la de la lectura en voz alta. ¿Qué habría pensado de esto
Dostoievski? ¿Y Flaubert? ¿Ya no tenemos derecho a meternos las palabras en la
boca antes de clavárnoslas en la cabeza? ¿Ya no hay oído? ¿Ya no hay música?
¿Ya no hay saliva? ¿Las palabras ya no tienen sabor? ¡Y qué más! ¿Acaso
Flaubert no se gritó su Bovary hasta reventarse los tímpanos? ¿Acaso no es el
más indicado para saber que la comprensión del texto pasa por el sonido de las
palabras de donde sacan todo su sentido?», escribía Pennac.
No al constante «¿qué has leído?».
Examinar a los niños de cada capítulo o cada libro convierte un placer en un
examen, con la ansiedad que de ello se deriva. Conversar sobre un libro que se
ha leído fomenta la lectura, siempre que para el niño no se sienta en un
banquillo. Es el «derecho a callarse» de todo lector, porque ¿a quién no le
molesta que le pregunten qué ha entendido?
No a los clásicos por obligación. La
escritora Ángeles Caso describía en el artículo «Lectores del siglo XXI» como
se enamoró de la literatura: «No recuerdo que me padre me negase nunca un
libro. Ni por bueno ni por malo, ni por demasiado sencillo ni por demasiado
complicado, ni por moral ni por inmoral. En mi casa leíamos con la misma
fruición los «Cuentos del conde Lucanor» y las historietas de Tintín, el «Poema
del Cid» y las trastadas de Guillermo Brown...». Y añadía: «Si alguna vez le
devolví un libro sin terminarlo, lo recogió con la misma sonrisa con que me lo
había entregado, sin hacerme sentir culpable o tonta por mi desinterés». Los
padres pueden alentar y estimular, pero los lectores tienen derecho a elegir.
No al «hasta que no lo acabes, no hay
televisión». La televisión se convierte así en un premio y la
lectura en un trabajo, en el peaje necesario hasta la tele, una contradicción.
Y puede ser la tele, o la consola...
Miguel de Cervantes decía: «El que lee mucho y anda mucho, ve mucho
y sabe mucho». No pongamos zancadillas.
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